Educación superior y ciencia y tecnología en México: claroscuros de la 4t

Juan Carlos López-García | 9 septiembre, 2021

Desde los primeros días del nuevo gobierno el ámbito educativo adquirió relevancia. La cuarta transformación no solo reformó el artículo tercero constitucional, echando por tierra la reforma educativa del presidente Enrique Peña Nieto, sino que también estableció la gratuidad y obligatoriedad de la educación superior, mandatando, además, la creación de una Ley General de Educación superior, aprobada hace tan solo unos meses.

Una mirada panorámica a la cobertura actual de la educación superior en México puede darnos una idea de la importancia de las reformas.

De acuerdo con las estimaciones más entusiasta, la cobertura de la educación superior es de poco menos del 40%. Es decir que, en promedio, apenas 4 de cada 10 jóvenes en edad cursar estudios superiores están matriculados en alguna de las instituciones o escuelas que componen el sistema nacional de educación superior. Si esto parece poco, y lo es en comparación con los países de la OECD, pensemos ahora en las disparidades que se observan en las distintas entidades del país. Mientras en la ciudad de México las tasas de cobertura son de poco más del 90%, en Oaxaca o Chiapas apenas 2 de cada 10 jóvenes accede a la educación superior (recordemos que hablamos de las estimaciones más entusiastas). Todo esto sin mencionar las brechas de género y socioeconómicas que suman a las desigualdades y la exclusión en este nivel.

En este contexto, el gobierno federal ha desplegado una serie de estrategias con miras a por lo menos incrementar los niveles de cobertura a 50% a finales del sexenio: las reformas al artículo tercero y la creación de una ley general de educación superior. La primera, mencioné, plantea la gratuidad y obligatoriedad, mientras que la segunda se propone, entre otras cosas, generar las condiciones para hacer esto posible, y en donde destacan la creación de órganos colegiados que buscan coadyuvar a la gobernanza del sistema de educación superior, pues cuentan con facultades para opinar, formular propuestas y recomendaciones sobre el diseño y contenido de los programas en educación superior; así como el establecimiento de mecanismos que pretenden asegurar los recursos para dar cumplimiento, aunque de forma gradual, al mandato de obligatoriedad y gratuidad, para lo cual la nueva ley contempla un fondo especial para este propósito, así como la asignación presupuestal de al menos 1% del PIB a la educación superior y la intención de arribar a la paridad en el financiamiento entre la federación y los estados.

Por supuesto, otra importante estrategia ha sido la creación de las Universidades para el Bienestar. Un centenar de planteles que, a decir de sus propios artífices, buscan contribuir a la solución del problema en el nivel superior, ampliando las posibilidades de acceso a través de sedes ubicadas en localidades alejadas en las que se concentra la pobreza y la exclusión, y ofreciendo carreras acordes y pertinentes para promover la sustentabilidad, la superación del rezago y de la exclusión, aunque por ahora no me referiré a estas instituciones, ya que tocan fibras muy sensibles sobre el mérito educativo y merecen una discusión aparte.

Ahora bien, pese a que tales estrategias constituyen un paso adelante en materia de justicia social, se advierte una disociación entre las aspiraciones gubernamentales y los medios para alcanzarlas. Es aquí donde comenzamos a vislumbrar claroscuros.

En lo que respecta a la Ley General de educación superior, en varias ocasiones se ha señalado el peso excesivo que la autoridad educativa tiene dentro de los nuevos órganos colegiados. Se ha dicho que más que arribar a una gobernanza del sistema de educación superior, se corre el riesgo de caer en una suerte de intervencionismo estatal, en el que decisiones tan importantes como el crecimiento de la oferta o la puesta en marcha de políticas y programas dependa de la racionalidad política y no de un criterio fundado en las necesidades educativas o en aquellas que derivan de la dinámica sustantiva de las instituciones de educación superior.

También se ha puesto énfasis en la poca certidumbre respecto a los recursos necesarios para cumplir con el mandato constitucional, pues, aunque el acceso a la educación superior es ya un derecho, el fondo especial estipulado en la nueva Ley se supedita a la disponibilidad presupuestal, sin que hasta ahora quede claro cómo harán las instituciones educativas para hacer frente a la gratuidad sin antes contar con los recursos para atender sus funciones.

Mencionar los claroscuros de la 4t en materia de educación superior es importante, ya que en los próximos meses seremos testigos de la deliberación y aprobación de la nueva Ley de ciencia y tecnología y el panorama presupuestal plantea serias dudas respecto a su verdadero alcance. Las recientes cifras de la OECD sobre la inversión de sus países socios en materia de ciencia y tecnología reflejan una realidad que no parece corresponderse con el discurso gubernamental. Según los datos reportados por el gobierno de México, desde 2015 el presupuesto destinado a este rubro no ha hecho más que caer, situándose en apenas .28 del PIB en 2019 y quedando lejos del tan anhelado 1% planteado ya desde tiempos de Vicente Fox.

Como señalé al principio, no es fácil hacer una valoración de los primeros años de gobierno de la cuarta transformación. Sin embargo, en materia de educación superior y ciencia y tecnología, lo que se percibe son claroscuros.

Juan Carlos López-GarcíaSociólogo especialista en temas de educación superior. Profesor-investigador en el Departamento de Estudios Culturales de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Lerma. Miembro del Consejo Mexicano de Investigación Educativa (COMIE).